Dado que yo tenía que emprender este negocio sin el capital acostumbrado, puede no ser fácil imaginar de dónde iban a obtenerse los medios indispensables para tal empresa. En cuanto a los vestidos, para ir de inmediato a lo práctico de la cuestión, al procurárnoslos tal vez nos guiamos más a menudo por el amor a la novedad y la consideración de las opiniones ajenas que por su verdadera utilidad. Considere aquel que ha de trabajar que el primer objeto de la vestimenta es retener el calor vital, y el segundo, cubrir la desnudez. Podrá entonces calcular cuánto trabajo necesario e importante puede realizar sin añadir nada a su guardarropa. Los reyes y las reinas que usan sus trajes una sola vez, aunque se los hacen los sastres y modistas de sus majestades, no conocen la comodidad de llevar un traje que les sienta bien. Son como esos caballetes de madera donde se tiende la ropa lavada. Nuestras ropas se amoldan cada día más a nosotros y reciben el sello de nuestro carácter, hasta el punto de que nos cuesta abandonarlas sin dudas y deliberaciones, sin cierta solemnidad, como si se tratase de nuestros cuerpos. Nunca disminuyó un hombre en mi estima porque tuviera un remiendo en su traje; pero estoy seguro que, por lo común, se ansia mucho más tener trajes a la moda o, por lo menos, limpios y sin remiendos, que tener limpia la conciencia. Pero aun cuando la rotura no está remendada, tal vez lo más grave que esto revela no es sino desidia. A veces pongo a prueba a mis conocidos con preguntas como ésta: ¿quién sería capaz de llevar un remiendo, o aunque sólo fuera un par de costurones, en la rodilla? Casi todos reaccionan como si creyeran que sus planes de vida quedarían arruinados si consintieran en tal cosa. Más llevadero les resultaría renguear por la calle con una pierna quebrada que andar con el pantalón roto.
A menudo, si un caballero sufre un accidente en las piernas, éstas pueden ser compuestas; pero si un accidente similar sobreviene a sus pantalones, no hay remedio para ello, pues él no tiene en cuenta lo que verdaderamente es respetable, sino lo respetado. No conocemos sino a pocos hombres, pero sí a un gran número de sacos y pantalones. Si uno vistiera un espantajo con sus propias ropas y se quedara desnudo a su lado, ¿quién no saludaría primero al espantajo? Hace unos días, pasando por un trigal, reconocí al dueño de la hacienda por su sombrero y saco puestos en una estaca; sólo estaba un poco más curtido por la intemperie que cuando lo viera por última vez. Sé de un perro que ladraba a todo el que se aproximaba vestido al terreno de su amo, y que fue fácilmente amansado por un ladrón desnudo. Sería interesante saber hasta qué punto conservarían los hombres su jerarquía relativa si se les quitaran sus trajes. ¿Podría usted, en tal caso, decir con seguridad de cualquier grupo de hombres civilizados si pertenece o no a la clase más respetada? Cuando la señora de Pfeiffer, en sus aventurados viajes alrededor del mundo de Este a Oeste, llegó a la Rusia Asiática, acercándose ya a su patria, sintió, dice, la necesidad de cambiar su traje de viajera para presentarse a las autoridades, porque "estaba ahora en un país civilizado, donde la gente es juzgada por su vestimenta". También en nuestras ciudades de la democrática Nueva Inglaterra, la accidental posesión de bienes de fortuna, y su ostentación, así sólo sea en trajes y equipos, basta para que el poseedor obtenga un respeto casi universal. Pero los que rinden ese respeto, por numerosos que sean, no pasan de ser idólatras, a los que habría que enviarles un misionero. Por otra parte, la vestimenta ha engendrado la costura, especie de trabajo que puede llamarse interminable; un vestido de mujer, por lo menos, nunca queda concluido.
Un hombre que al fin ha encontrado algo que hacer no necesita un traje nuevo para hacerlo; le servirá el que haya permanecido, no se sabe desde cuándo, polvoriento, en el desván. Los zapatos viejos los usará más tiempo un héroe que su sirviente -si es que un héroe puede tener sirvientes-; los pies descalzos son más viejos que los zapatos, y a él podrían serle suficientes. Solamente los que van a los saraos o a los salones legislativos necesitan trajes nuevos, a fin de cambiarlos tantas veces como cambia el hombre que los lleva. Pero si mi chaqueta y mis pantalones, mi sombrero y mis zapatos son apropiados para adorar a Dios, ellos me bastarán para cualquier otro fin... ¿Quién vio alguna vez tan viejos sus vestidos, tan gastado ya su saco viejo, hasta el punto de no resultar, ya un acto de caridad darlo a un muchacho pobre, que éste no pudiera darlo a su vez a alguno más pobre todavía -digamos mejor más rico- capaz de pasarse con menos?
Cuidado, digo yo, con todas aquellas empresas que exigen trajes nuevos, y no, más bien, nuevos portadores de trajes. Si no hay un hombre nuevo, ¿cómo han de hacerse los vestidos nuevos que le queden bien? Si tienes ante ti alguna empresa, comiénzala con tu traje viejo. Todos los hombres necesitan, no algo con que hacer, sino algo que hacer, o más bien ser algo. Quizá no debamos nunca procurarnos un traje nuevo, por harapiento o sucio que esté el viejo, hasta no habernos conducido en forma tal, o haber emprendido algo o navegado de tal manera que nos sintamos hombres nuevos en el traje viejo, y que el conservarlo fuera como tener vino nuevo en botellas viejas: Nuestra época de pelecho, como la de las aves, debe constituir una crisis en nuestra vida. El somorgujo, para pasarla, se retira a lagunas solitarias. Así también, por industria y expansión internas, arroja la serpiente su piel y la oruga su membrana agusanada; pues los vestidos no son otra cosa que nuestra más externa cutícula y mortal envoltura. De otro modo se nos descubrirá navegando bajo bandera falsa y al fin resultaremos inevitablemente degradados en nuestra propia opinión y en la del género humano.
Nos ponemos vestido sobre vestido como si creciéramos, a la manera de las plantas exógenas, por adición desde afuera. Nuestros vestidos externos, a menudo delgados y caprichosos, son nuestra epidermis o piel falsa, que no participa de nuestra vida, y pueden ser desgarrados en cualquier parte sin daño para el cuerpo; los más espesos, que usamos siempre, son nuestro tegumento celular o corteza; pero nuestras camisas son nuestro líber o película, y no pueden ser removidas sin peligro para la vida del hombre. Creo que todas las razas, en algunas estaciones, usan algo equivalente a la camisa. Sería deseable que el hombre vistiera tan simplemente que pudiera echar mano a sí mismo en la oscuridad, y viviera en todos los respectos tan liso y preparado, que, si un enemigo tomara la ciudad, pudiera él, como el antiguo filósofo, salir de su casa con las manos vacías y sin ansiedad ninguna. Puesto que un vestido grueso es, en casi todos los casos, tan bueno como tres delgados, y puede obtenerse a precios satisfactorios; puesto que una gruesa chaqueta puede comprarse por cinco dólares y durará otros tantos años, un par de pantalones abrigados por dos dólares, botines de cuero de vaca por un dólar y medio el par, un sombrero de verano por un cuarto de dólar, y un gorro de invierno por sesenta y dos céntimos, o hacerse en casa uno mejor a un costo nominal, ¿quién es tan pobre que, vestido con ese ajuar, por sí mismo, no encuentre hombres juiciosos que le rindan homenaje?
Thoreau, Walden, Vestimenta, 1854